domingo, 20 de febrero de 2011

Aguirre, la Ira de Dios; o cine como la vida misma (10/10)





Una constante angustia, un desasosiego; el sentirse arrinconado: todo eso se siente inevitablemente al ver Aguirre, la Ira de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes). Werner Herzog realizó en 1972 esta canónica obra de drama y suspenso.

El escenario es Perú en 1560. Después de la destrucción del imperio Inca y el establecimiento del Virreinato del Perú, los Conquistadores ya habían afianzado en sí el convencimiento de que, con los rifles y caballos, el Nuevo Mundo sería totalmente suyo. Pululaban, entre ellos, las leyendas sobre los que habían conquistado tierras y cubierto, a sí y a su tripulación, en riquezas inefables. La avaricia hacía raíces en su imaginación. Los indígenas inventan la historia de una tierra mítica de castillos de oro, llamada El Dorado. Un grupo de Conquistadores decide aventurarse a encontrarla. Entre ellas está Lope de Aguirre, apodado “el Loco”.


Tres factores de similaridad


Tradicionalmente, en las películas hechas por directores de este lado del Atlántico (y, tristemente, cada vez más y más), se muestra en escena sólo lo que “pasa”, sólo lo que actúa. Se quiere llenar el espacio-tiempo con lo que podríamos denominar “eventos activos”. La dramática conversación entre dos personajes, el efecto especial (cuanto más “espectacular mejor)… Todo lo que sea contar, narrar, hablar… más bien gritar. Todo lo que no sea silencio. Todo lo que no sea misterio, eso, y sólo eso, es lo que se usa.

Ése es el esquema que Aguirre, la Ira de Dios, no toma. Y (aunque no lo único, por supuesto), lo que la hace una obra maestra. El filme se construye dentro del espectador: cada escenas es un ladrillo, y todos cuentan. La cámara quieta, una montaña de espesa vegetación, una larga fila de personas a lo lejos, segundos pasan, y descubrimos a los conquistadores, que van en fila india, junto con sus esclavos. La cámara quieta de nuevo, un río tumultuoso y bramante que nuestros expedicionarios tienen que pasar, y luego vemos a los expedicionarios hablando sobre el curso de acción. Sin efectos especiales, el filme sumerge desde el principio en la ansiedad de estar totalmente solo, en una tierra agreste, con una gente salvaje y, sobre todo, de estar sin esperanza de salida.



El minimalismo no termina ahí. Los diálogos son brevísimos. Por ejemplo, Aguirre está frustrado: lo manifiesta moviendo la cabeza. Una de las dos damas que acompaña al grupo está asustada: lo manifiesta con sus ojos. No hace falta decir algo si con las actuaciones es suficiente. No hace falta hablar si se puede comunicar con las emociones. Largas temporadas de silencio se meten en el alma del espectador que busca sin quererlo, durante el transcurso de la película, palabras de las que agarrarse, emociones, pistas para comprender qué están sintiendo los personajes, para comprender la trama. Estamos hablando de que en el cine, a diferencia del teatro, no hace falta que todo esté dicho por algún personaje, ni que todo esté supuesto por el escenario. No. La vida misma está cargada de la incertidumbre de su sentido. Las preguntas filosóficas esenciales no surgen en el desenfreno de una fiesta ni en un acalorado argumento, sino ante el dolor y el miedo ante la vastedad de posibles resultados de nuestros actos. Es el no poder tenerlo todo controlado, el no entenderlo todo, lo que ardientemente consume el alma.


No contento con la falta de efectos especiales y la brevedad de las conversaciones, el filme da otro paso más allá, en lo que es otra analogía con la vida real: la trama incierta. No se sabe si la escena que estamos viendo es importante para el desarrollo de la historia. Los expedicionarios se encuentran con unos indígenas. ¿Importa? Tal vez sí… Luego (o antes) descansan a la orilla de un río. ¿Importa? Tal vez… tal vez no. Cosas pasan, pero no está claro para donde vamos. Sólo un sentimiento sostiene a los espectadores, y es el mismo que sostiene a los aventureros: la angustia. Al igual que en la vida diaria, no sabemos qué de lo que nos pasa nos traerá éxito o desventuras, y lo que es peor, no podemos saber qué es lo que trae consecuencias significativas y lo que no; lo que importa y lo que no. Sobre todo, no sabemos lo que importa. ¿Y lo que importa… para qué? Y acá, sin meternos en el escabroso terreno de la filosofía (aunque deberíamos: a nadie le importa ya; todos están muy ocupados en Internet), decimos que nada más importa en la vida sino el para qué.



Fidelidad histórica


Lo que pasa en la película no pasó en la vida real así como es contado. Sin embargo, los personajes sí que existieron. La expedición también se realizó y Lope de Aguirre estuvo en ella. Los destinos y aventuras de los personajes fueron muy distintos, pero eso sí, Aguirre en realidad fue la maldad encarnada. No la maldad violenta y farandulera, sino la maldad maquiavélica, la silenciosa; la que corroe, al que la sufre, en su delicioso dolor. Como referencia, otras películas en donde encontramos esta avaricia son “There Will be Blood”, “Network” y las múltiples versiones de “Canción de Navidad”.

La película es alemana y hablada en alemán. No puedo dejar de hacer un paralelo entre Aguirre y Hitler. La palabra “Führer”, incluso, es dicha una vez en la película. No es en vano, estoy seguro. 10/10.

3 comentarios:

Jose C. dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Jose C. dijo...

Muy acertado comentario sobre esta gran película. Me han gustado las observaciones sobre el silencio y sobre las escenas que parece que no tienen sentido, esas que al final uno descubre que sí lo tienen; aunque a veces no sepa exactamente por qué.

En cuanto a lo de Führer, es simplemente líder en alemán, yo no le buscaría otro significado, aunque quién sabe.

Échale un vistazo a mi comentario sobre esta película, a ver que te parece:

http://www.labalsadeaguirre.com/2007/02/aguirre-la-colera-de-dios.html

Un saludo desde la cuna de tantos locos como éste Aguirre.

Mario dijo...

José, muchas gracias por tus comentarios y palabras. Echaré un vistazo a tu comentario de esta maravillosa película. ¡Saludos!